miércoles, 30 de diciembre de 2009

La Desición. Primera parte

Saltaba y se reía en el asiento del pasajero del taxi. ¿Por qué tenía que pasar mientras iba de camino a la casa? Me miraba con una sonrisa que mostraba sus dientes torcidos y de sus labios cortados por el maquillaje seco, un líquido amarillento brotaba. Con la mano hacía la incómoda mímica de matar al conductor a tiros. Reía sin cesar, no lo aguantaba, me lastimaba los oídos y me mareaba; risa flemosa y sedienta de muerte. Sabía lo que quería decir, sabía de lo que me informaba.

-¿Yo me voy con él?- pregunte esperando una respuesta negativa.

-¿Perdón?- me dijo el conductor con extrañeza.

No le respondí. Solo esperaba la respuesta de aquel que se encontraba en el asiento del pasajero. Con lentitud y con una sonrisa que le rompía la piel manchando los asientos de sangre putrefacta, movió la cabeza de lado a lado. Suspire con alivio.

-¿Se encuentra bien?- me preguntó el conductor, su cara se veía preocupada, tenía miedo.

-Te lastimarás- me dijo el del asiento del pasajero, me mostraba las manos callosas y sucias, me las acercaba al cuello –aunque quieras ese final, no lo tendrás. Lastimado estarás, pero otro día vivirás-

Odiaba la voz, mientras decía esas palabras sus dientes se desprendían y me escupía con ánimo incontrolable. Se echo a reír nuevamente, parecía que regurgitaba y volvía a tragarse el vómito. Mientras tanto, el conductor me realizaba pregunta tras pregunta, tratando de averiguar que me estaba pasando. Me acerqué a él.

-Baje la velocidad por favor- le pedí amablemente –no importa lo que pase, no detenga el carro- le di un poco de dinero para que siguiera mis instrucciones, aunque sabía perfectamente no los usaría después.

-Esta es mi parada- le dije al insecto del asiento del pasajero. Lo vi de arriba abajo, me sonrió y empezó a saltar. Sus cascabeles sonaban eran como agujas para mis oídos. Su vestimenta morada se empezaba a cortar, se desnudaba. Luego se movió hacia el conductor y le lamió la cara, me dieron nauseas. Por el otro lado, el conductor bajo lo suficiente la velocidad, ya no preguntaba, la paga era suficiente para que no me hablara.

Abrí la puerta, él siguió conduciendo. Me lance del automóvil y caí en el asfalto, lastimándome las rodillas y los brazos. El taxista siguió su rumbo, no se detuvo. A su izquierda una motocicleta apareció y uno de los que iban en ella disparo al interior del taxi. Sin control el automóvil chocó violentamente contra una camioneta con dos pasajeros. Me acerqué para ayudar a los heridos. Pero ahí las vi, dos abominaciones, sangrantes, hediondas, riendo y saltando como bufones, los cascabeles sonando provocándome un dolor de cabeza, cada uno profanando a los heridos de maneras indescriptibles. Esos dos jóvenes de la camioneta estaban perdidos.

Caminar. Aunque es una actividad que muchos disfrutan, para mí es una tortura. En cada esquina, en cada calle, los veo danzar, tocando y lamiendo. Solo en mi casa me siento seguro. Pero tuve que caminar ese día, los tuve que ver a todos mientras me dirigía a mi hogar. Me mostraban todo, cuando sucedería y como; la panadera, el muchacho que camina con la mirada perdida, el policía, el drogadicto, todos siendo acosados por esos animales que me revelaban todo. Me seguían, me daban molestar en mi cuerpo. Me hacían entender que la muerte es de todos, nadie puede sobornarla ni asociarse con ella, mis ojos tenían presente lo horrenda que era, en la manera sadomasoquista en la que jugaban los bufones con los cuerpos, ciertamente la muerte es el esperma corrupto que el tiempo utiliza para recordarnos lo insignificantes que somos.

Al llegar a mi casa, me sangraba la nariz y no paraba de llorar. El circo de maniáticos, sus piruetas que me muestran sus decrépitos cuerpos, me hacían reconsiderar el constante deseo del suicidio. Abrí con apuro el portón y fui directo a la cama, mis sueños me salvarían de la idea mortal, me alejarían del beso y la lengua amarillenta del bufón que masturba sus deseos con mi muerte.

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