domingo, 13 de diciembre de 2009

Crónicas de un joven que no bebe

Ahí estaba yo, de nuevo, disfrutando lo que no disfrutaba. Era el último día de labores, apuros y estrés. Sentado en el centro de una gran mesa, dentro de un destartalado bar, el cual alguna vez fue un hogar que le daba refugio a una familia. La imagen me recordaba de cierto modo a la Última Cena de aquel pintor italiano. A mi derecha e izquierda, se desarrollaba las discusiones de los que habían asistido. Yo por el otro lado, escuchaba pero me quedaba en silencio. En mis oídos zumbaba la luz de neón de un viejo anuncio de Imperial, la luz caía sobre mí y molestaba un poco mis ojos. Encorvado y sin ganas de seguir el rumbo de las ideas que se desarrollaban en la mesa de festejo, volví mi mirada a la salida.

Deseaba irme, levantarme y salir sin dar explicación; la vergüenza surgiría como una lanza atravesando mis pensamientos, no tenía el coraje para evitar las dudas que expresarían mis compañeros. Les mentiría, pero estaba seguro de que no me creerían. La puerta era la respuesta a los remolinos dolorosos que mi mente formaba.

-¡Diay mae! ¿Por qué tan callado?- me pregunta el muchacho a mi derecha.
Suelto una sonrisa sin vida y le digo con un susurro que solo estoy pensando en cosas que no le importarían. Me deja en paz por unos momentos. Ahí estaba yo sentado, sintiendo un dolor terrible en mi pecho, la ansiedad se cola por mis pupilas; aumenta el número de suspiros y mis sueños empiezan a obscurecerse.

Veo la mesa, las botellas de cerveza invaden la enclenque mesa de madera. Son demasiadas, pienso, realmente quieren olvidar las dificultades de este semestre. Paso mis manos por ellas, las toco, las acomodo. Jamás había tragado el contenido completo de una de ellas, solamente sorbos. Uno de mis compañeros me ve perdido en la masa de vidrio color ámbar.

-¿Quiere mae? ¿Por qué no se pide una?- me pregunta con gracia y con tono de incitación.

Vuelvo mi mirada y lo identifico. Él no sabe que no tomo, que no es lo mío. Muevo mi cabeza diciéndole que no. Pero esto no lo detiene, él desea una razón que explique mi comportamiento. Le respondo esta vez con mi voz. Le digo que no bebo alcohol. Esperaba que con esa respuesta terminara nuestra interacción.

-¿En serio?- preguntó con asombro que se notaba en sus ojos y en su boca que formaba una pequeña sonrisa. El hecho de que alguien que no tomara y que se encontrara en un bar, divirtiéndose, era algo que nunca había presenciado. No sabía si él realmente estaba molesto por su descubrimiento, pero si estaba seguro de que estaba anonadado. – ¿Por qué no toma? ¿Alguna enfermedad o es por el sabor?-

Odiaba esa pregunta, siempre provocaba un interés en los demás. Deseaban con ansias la maldita respuesta. Al verlos, todos atentos, me preguntaba por qué llamaba la atención tal discurso inútil. He dado la misma respuesta tantas veces que ya ni se el número exacto. Una y otra vez, palabras que responden a la molesta pregunta salen ya sin razón de ser: “No tomo porque nunca me llamo la atención, no lo necesito para divertirme…”. He vomitado la frase un sinnúmero de veces y estoy seguro de que algunos se la saben de memoria.

Repetir algo muchas veces perjudica la credibilidad. Pero no lo digo a nivel grupal. Los acompañantes solamente quieren escuchar que tan descabellada razón se le puede ocurrir al cuestionado para que no efectúe el ritual del guaro. No, yo me refiero sino al nivel personal. Uno duda de la respuesta, siente que ya no es verdad, siente que esa razón ya no es lo suficientemente fuerte para soportar tal labor de mantener la convicción de la persona a no tomar.

En esa mesa del bar en la que nos encontrábamos, en fiesta y diversión, entré en un conflicto. Me hacía más pequeño, sentía que ya no era significativo estar ahí. Los demás tenían los movimientos más sueltos, hablaban alargando las palabras. Sí, ya estaban “felices”. Pero yo estaba consciente de mis ideas, cada vez más hundiéndome en el asiento de aquel sitio; la luz del pequeño rótulo no se notaba.

No los juzgaba, intentaba no hacerlo. Ellos podían hacer lo que quisieran, yo no era nadie para indicarles lo contrario. Pero aún así, esta molestia me atrapaba, me hacía calentar. Sentía que ocupaba un poco de ese líquido, para entrar en el ambiente común. Me dolía pensar en eso. Ya había tomado mis decisiones, las que me forjaron en la persona que soy, pero ¿debía cambiar? Tome de la concurrida mesa una de las botellas que estaba a medio acabar y di un sorbo, mi boca se secó y el sabor casi me enferma. Uno de ellos lo notó.

-Ja ja ja diay ¿qué es eso, tomando?- me dice el del extremo con aires de broma –si quiere aquí tengo un poco-

Le digo que no con rapidez. Algunos están sorprendidos y actúan de igual manera, sin embargo les rechazo la oferta. Mis pensamientos son irracionales lo sé, falta de autoestima tal vez. Veo a mis compañeros como enemigos, con envidia; no deseo hacerlo, mi mente me obliga, es más fuerte que yo. Entro en un trance y me imagino situaciones que me ponen en lugares difíciles de soportar, en interacciones hipotéticas que matan mi espíritu. Los odio pero los amo. Ellos son lo que quiero ser; ahí está, lo dije. No quiero ser yo, quiero ser ellos.

Cuando salgo de mi trance suicida, escucho que hablan sobre drogas. Me retuerzo, ese tema de conversación era exactamente la cuchilla que se hundía cada vez más en mi espalda. En situaciones como estas siempre se repiten conversaciones, ideas y palabras que me hacen pensar en lo poco que he vivido, en lo poco que soy, en lo inocente y buen chico que soy. Drogas, sexo e historias en las que nunca estuve presente dado que involucraba a las dos. Odio que hablen de eso siempre, es como si las relaciones que nacen de cada uno de ellos se fecundan de dos excesos culturalmente construidos, no hay profundidad, no la siento, se difumina al escucharlos, no se conocen, olvidan lo esencial.

Lo digo, pero me asquean mis ideas. Me escucho y lo único que oigo es la voz de un sacerdote, del niño bueno. No los juzgo, repito. Pero estas contradicciones reflejan lo peor de mi ser, mi enojo se eleva. Mi cara lo demuestra, pero ya nadie le interesa lo que pienso, están muy perdidos en su festejar. Escucho que vuelven a los temas que aborrezco. Quiero salir, pero recuerdo la vergüenza, son momentos en los que odio vivir con mis pares, odio estar acompañado, sentir que estoy con alguien, la soledad es la que me reconforta, no me hace pensar y desarrollar ideas macabras y estúpidas. Crisis existencial por mis amigos, por mis metas, porque deseo las de ellos y ellas. Deseo contar una historia, deseo experimentarlo. Contradicciones inundan mi mente. No necesito esto, me digo, lo disfruto así, sé que puedo.

¿Qué me detiene tomar la iniciativa a beber? ¿Volverme uno de ellos? ¿Perder mi individualidad? ¿Mis padres? ¿Cuál es el miedo? Ya ni se, perfectamente puedo pedir un ron y listo. Pero algo me detenía, la convicción de elegir mi futuro, lo que yo quisiera, de ser yo y no ellos. Yo soy yo. Decidí ser así. Soy individuo dentro de un mar de sueños y deseos, pero ¿son de otras personas? No claro que no, son mis metas, pero estas situaciones me hacen flaquear, me vuelven débil y pienso.

-… armar la demencia- escucho a uno de mis amigos. Demencia, nunca la he experimentado. ¿Cómo es vivirla? Ver los colores, las sensaciones, los efectos del maldito porro. La demencia, eso era pasarla bien tal parecía. Mis mortales ideas volvían a nublar mi cordura. ¿Por qué él había probado la mota primero, antes que yo lo hiciera? Aquí me veo, de veintiún años sintiéndome perdido en un camino sin peligros, sin aventuras. No he vivido mi vida repito, pero me pregunto si es necesario probar para hacerlo.

Veo el reloj, falta media hora para el autobús. No aguantaba más, me asfixiaba, mi ansiedad estaba en su máximo. Tenía que respirar aire fresco. El humo de cigarro que circulaba mi nariz con sensualidad formando aquellos hilos blancos, no me dejaban razonar. Me levanté y le dije al grupo que me iba a esperar el transporte. Uno de ellos se levantó y me acompaño. Íbamos callados, no quería hablar.

En la fila, me sentía peor. Me aleje de mis amigos por ideas insensatas y autodestructivas. Veía las sombras de la calle, veía como me atrapaban, como me hundían. Quería ser salvado, pero solo yo podía hacerlo; decisión que tomo, pero no cumplo. En el bus, sigo sin desear hablarle a mi compañero. Veo por la ventana y siento el aire frio frotarse en mi cara, me hace sentir vivo. Estoy molesto, con ellos y conmigo. Mis pasiones no superan mis fuerzas, es algo que me reconforta, sigo queriéndolos como amigos, sigo estando orgulloso de ellos y eso me impide volverme su enemigo.

Vuelvo la cabeza y recapitulo los eventos con mi amigo. Estoy tranquilo, pero igual siento un enojo, un deseo por vivir, por ser mejor que él, ¿pero a mi modo, con mis decisiones? No lo sé. Llegamos a su parada y con un apretón de manos me despido. Me siento terrible. Ahora estando solo me daba cuenta que no es lo mejor, siento la necesidad del apoyo. Mis ideas y malditas fantasías me rompen el corazón.

Al llegar a mi casa, sentía la necesidad de disculparme con ellos, con todos. Mis pensamientos contradictorios no eran razones para odiarlos. Ellos forman parte de un grupo que adoro, que me hace sentir bien. Un grupo con el que comparto y tengo historias. Sentado en la cama, me decía lo fuerte que debo ser y lo valiente que debo ser para seguir atravesando estos conflictos que me provoco, estas pruebas que destruyen.

Camino hacia mi computadora y la enciendo. Comienzo a escribir. Mis dedos fluyen con ligereza por el teclado. Descubrí, mi meta, mi sueño. Así viviría. De este modo sentiría mi cuerpo y palparía mi ser. El desahogo. El arte como desahogo...

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