miércoles, 30 de diciembre de 2009

La Desición. Primera parte

Saltaba y se reía en el asiento del pasajero del taxi. ¿Por qué tenía que pasar mientras iba de camino a la casa? Me miraba con una sonrisa que mostraba sus dientes torcidos y de sus labios cortados por el maquillaje seco, un líquido amarillento brotaba. Con la mano hacía la incómoda mímica de matar al conductor a tiros. Reía sin cesar, no lo aguantaba, me lastimaba los oídos y me mareaba; risa flemosa y sedienta de muerte. Sabía lo que quería decir, sabía de lo que me informaba.

-¿Yo me voy con él?- pregunte esperando una respuesta negativa.

-¿Perdón?- me dijo el conductor con extrañeza.

No le respondí. Solo esperaba la respuesta de aquel que se encontraba en el asiento del pasajero. Con lentitud y con una sonrisa que le rompía la piel manchando los asientos de sangre putrefacta, movió la cabeza de lado a lado. Suspire con alivio.

-¿Se encuentra bien?- me preguntó el conductor, su cara se veía preocupada, tenía miedo.

-Te lastimarás- me dijo el del asiento del pasajero, me mostraba las manos callosas y sucias, me las acercaba al cuello –aunque quieras ese final, no lo tendrás. Lastimado estarás, pero otro día vivirás-

Odiaba la voz, mientras decía esas palabras sus dientes se desprendían y me escupía con ánimo incontrolable. Se echo a reír nuevamente, parecía que regurgitaba y volvía a tragarse el vómito. Mientras tanto, el conductor me realizaba pregunta tras pregunta, tratando de averiguar que me estaba pasando. Me acerqué a él.

-Baje la velocidad por favor- le pedí amablemente –no importa lo que pase, no detenga el carro- le di un poco de dinero para que siguiera mis instrucciones, aunque sabía perfectamente no los usaría después.

-Esta es mi parada- le dije al insecto del asiento del pasajero. Lo vi de arriba abajo, me sonrió y empezó a saltar. Sus cascabeles sonaban eran como agujas para mis oídos. Su vestimenta morada se empezaba a cortar, se desnudaba. Luego se movió hacia el conductor y le lamió la cara, me dieron nauseas. Por el otro lado, el conductor bajo lo suficiente la velocidad, ya no preguntaba, la paga era suficiente para que no me hablara.

Abrí la puerta, él siguió conduciendo. Me lance del automóvil y caí en el asfalto, lastimándome las rodillas y los brazos. El taxista siguió su rumbo, no se detuvo. A su izquierda una motocicleta apareció y uno de los que iban en ella disparo al interior del taxi. Sin control el automóvil chocó violentamente contra una camioneta con dos pasajeros. Me acerqué para ayudar a los heridos. Pero ahí las vi, dos abominaciones, sangrantes, hediondas, riendo y saltando como bufones, los cascabeles sonando provocándome un dolor de cabeza, cada uno profanando a los heridos de maneras indescriptibles. Esos dos jóvenes de la camioneta estaban perdidos.

Caminar. Aunque es una actividad que muchos disfrutan, para mí es una tortura. En cada esquina, en cada calle, los veo danzar, tocando y lamiendo. Solo en mi casa me siento seguro. Pero tuve que caminar ese día, los tuve que ver a todos mientras me dirigía a mi hogar. Me mostraban todo, cuando sucedería y como; la panadera, el muchacho que camina con la mirada perdida, el policía, el drogadicto, todos siendo acosados por esos animales que me revelaban todo. Me seguían, me daban molestar en mi cuerpo. Me hacían entender que la muerte es de todos, nadie puede sobornarla ni asociarse con ella, mis ojos tenían presente lo horrenda que era, en la manera sadomasoquista en la que jugaban los bufones con los cuerpos, ciertamente la muerte es el esperma corrupto que el tiempo utiliza para recordarnos lo insignificantes que somos.

Al llegar a mi casa, me sangraba la nariz y no paraba de llorar. El circo de maniáticos, sus piruetas que me muestran sus decrépitos cuerpos, me hacían reconsiderar el constante deseo del suicidio. Abrí con apuro el portón y fui directo a la cama, mis sueños me salvarían de la idea mortal, me alejarían del beso y la lengua amarillenta del bufón que masturba sus deseos con mi muerte.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Crujidos que abrigan. Tercera Parte

Bajo las sábanas de seda sentía la piel suave de las piernas de Marielos. La sentía, existía. Ella existía mientras hacíamos el amor, la sensación existía, la unión existía. Después de unos momentos escuche que una tormenta se acercaba. Escuche en el techo las gotas de lluvia, era una noche perfecta. El sonido metálico y continuo del agua al caer por las canoas. Quería abrazar a mi esposa, quería sentir su calor. Estire mi brazo, pero no encontraba su hermoso cuerpo, tanteaba por la cama y no sentía a Marielos. Seguí los pliegues de la cama con las esperanzas de encontrar a la mujer que amaba, pero mis dedos encontraron otra cosa. Algo húmedo se esparcía del lado donde se encontraba Marielos, era viscoso.

Con extrañeza me pregunte que sería aquello. Encendí la luz de lectura y levante el cubrecama. Una enorme masa roja se asomaba entre las sábanas blancas de la cama. Me levanté con un gran susto, me corrí hasta chocar con la lámpara de lectura, rompiéndola. El cuarto estaba a obscuras de nuevo. ¿Qué había pasado? ¿Eso era sangre? ¿Dónde está Marielos? Me preguntaba con miedo, algo terrible podría haber pasado. Grité con desesperación el nombre de mi esposa, quería saber donde estaba, pero la única respuesta que escuchaba era mi eco.

Un rayo cayó iluminando toda la habitación y volví a ver la mancha roja goteando a un lado de la cama. Gritaba sin razón. El miedo me hacía temblar. La desesperación me daba ganas de vomitar. Quería saber donde se encontraba mi familia, mi vida. Me acerqué a la puerta con dificultad y tropecé con algo metálico y frío. Tanteando con las manos tome lo que estaba en el suelo. Era un revolver. Otro rayo ilumino la habitación y un dolor de cabeza invadió mi cabeza. Me hinqué, era un dolor insoportable, luego lo sentí en todo mí ser. Un recuerdo. Un recuerdo apareció ante mis ojos. Un recuerdo que fue desenterrado de lo más profundo de las obscuras lagunas de la memoria. Un recuerdo que intente borrar.

Me vi frente a la cama. Caminaba con rapidez y torpemente de arriba abajo. Veía a mi esposa llorar y temerosa de mi presencia, se tapaba con las sábanas. Le gritaba constantemente. Mis alaridos retumbaban por todas las paredes de mi habitación. Cada aumento de mi voz hacía que mi esposa temblara aún más. Mi enojo no me ayudaba a hablar claramente, no se comprendía lo que escupía de mi boca. Pero si sabía que Marielos me pedía perdón…

El dolor desapareció. No aguantaba el peso de mi cuerpo. ¿Qué había sido esa experiencia? Tenía miedo quería correr, pero estaba cansado. De pronto escuche como un respiro fuerte. La casa empezó a contraerse, el cuarto se expandía y se encogía. La casa parecía estar respirando con molestia. Las tablas se torcían y se quebraban. Sentía que Penélope me quería herir. Otro haz de luz destello en el exterior y el dolor volvió, me hizo vomitar, no aguantaba la tortura. Otro recuerdo.

Tomé el revólver de mi bolsillo y lo apunte. Estaba preparado para matar a mi querida mujer. Ella lloraba, su llanto la ahogaba. Tenía miedo a la muerte, sus ojos me lo mostraban. Mi mano me temblaba, pero ya estaba preparado en jalar el gatillo, me era indiferente la muerte de alguien provocada por mí. Dispare. Le di justo en el pecho, pero no sentía que era suficiente, le dispare dos veces más uno en el vientre y otro en la cabeza. Su cuerpo cayó sin gracia y horriblemente en el piso, se golpeo la cabeza provocando que su herida se abriera aún más. Era una escena grotesca, y estaba feliz, estaba extasiado. Ella había muerto y ya no sería problema. Escuche el grito de Sara en su habitación…

El dolor me declaraba una verdad. Una verdad que había enterrado en mi memoria. Una verdad que no deseaba experimentar, pero ahí estaba tirado en el piso del cuarto, llorando y débil. Había matado a mi esposa, ya lo recordaba. Grite con fuerza, golpee la puerta con mi pie y el piso con mis manos. Parecía como un niño a quien le habían quitado sus juguetes. Era mi vida, destruí mi vida, mate lo que me hacía sentir, lo que me hacía existir.

Aún vivía Sara, ella alimentaría mi esperanza. Me levanté con todas mis fuerzas y corrí hacia su habitación. El pasillo se contraía, era difícil caminar, las tablas levantaban astillas que lastimaban mis pies, las paredes sacaban sus clavos hiriendo mis manos. ¡Déjame vivir Penélope! Grite mientras mi ropa era rasgada por las paredes que se hacían cada vez más pequeñas. Penélope me estaba matando, odiaba el olor que expelían los tablones al quebrarse. No era cálida, se enfriaba cada vez más. Ya no eran astillas en el suelo, ni que también clavos y vidrios que se quebraban. Toda la casa estaba respirando, crujidos terribles y que sonaban a lamentos repicaban en cada lugar. Odiaba la casa.

Cuando llegue al cuarto de Sara vi el color rojo de nuevo. El dolor volvió y caí de bruces sobre el suelo. Un relámpago ilumino la pequeña cama de la niña. Un recuerdo asqueroso y horrendo venció las barreras de la memoria.

Cuando llegue a su cuarto, la vi de pie en el marco de la puerta. Mientras me veía venir, me preguntaba que había pasado. Solamente la tome del cabello y le grite insultos terribles. Le jalaba el cabello. La veía como un animal, como una niña putrefacta, algo nauseabundo que no reconocía. Ella me gritaba y golpeaba mis manos. Lloraba terriblemente. Yo solo la sostenía. Tomé el revólver nuevamente, se lo metí en la boca, vomitó. Se lo volví a meter en la boca. Sus llantos eran silenciados por el barril del arma. Jale el gatillo…

Estaba en el suelo. Ahí, perdiendo cada respiro de mi vida. Tome el arma que había recogido del piso y la apunte a mi sien. Jale varias veces el gatillo pero nada pasaba, estaba descargada. Quería morir. Mis hermosas mujeres habían sido asesinadas. Mi mano, mi mente y mi enojo fueron sus homicidas. Lloraba en el suelo. Perdí mi vida, mi amor. Ya no existía, pero el sentimiento de dolor y sufrimiento estaban muy presentes.

Me levante y camine hacia las escaleras. Clavos se insertaban con facilidad en las plantas de mis pies. En mis manos grandes trozos de madera rompían mi piel. Cuando llegue a las escaleras, estas cambiaron de posición tirándome hasta la base. Rodé hasta la puerta, quebrando con la cabeza el bello vitral de colores. Penélope me quería fuera. Esa casa no merecía mi amor. Así era como pagaba mi aprecio por ella. Me puse de pie y salí. En el exterior vi como se contorsionaba la casa. Era horrible, su color era ahora rojo. Brotaba de las ventanas el color rojo, de la chimenea, de la puerta. Vomitaba sangre, lloraba sangre. Estaba muriendo.

Corrí lejos de esa imagen tétrica con la que Penélope me recordaba mis actos. Me adentré por el pantano. Pensaba con constancia que todo era mentira. Yo no tendría el valor de matar a alguien. No podría matar a las personas que amaba. Corrí enterrando mis pies en el fango. Caían rayos constantemente y los dolores no desaparecían. Me hacían recordar un camino entre los árboles viejos de la ciénaga.

Cansado llegue a un claro. Un recuerdo me golpeo fuertemente. Me veía enterrando una maleta. Fui a ese lugar y con mis manos escarbe la tierra. Sentía la suciedad en mis uñas, sentía la humedad en mis palmas, sentía la sangre en mis manos, sentía el suicidio en mi mente. Cuando topé con la maleta, la saqué de un jalón. La abrí. Era la evidencia. Dentro de ella se encontraba el testimonio de que lo que vi en mi cabeza era completamente cierto. Rebusque dentro y vi la razón de mi necesaria muerte. Cortes de periódico, bolsas de evidencia, un revólver, declaraciones… todas mencionaban y me hacían recordar la muerte de Marielos y Sara. La policía nunca me arresto porque tenía una fuerte coartada, pero si hubo un testigo. Gire mi cabeza y vi el techo de Penélope, aún retorciendo. Sus crujidos eran palabras cortantes que me acusaban y me querían muerto.

Cayó otro relámpago y el dolor invadió mi cabeza. Sentía que iba a explotar, ya no escuchaba y ya no veía. No sentía mis manos, ni mis piernas. Vomite a más no poder. Me sentía flácido y débil. Y lo último que sentí fue mi cuerpo sin fuerzas, caer en el suelo.

* * *

Siete de la mañana. El despertador sonaba con gran fuerza. Me desperté feliz porque el sol del día entraba por las ventanas y calentaban mi cama. Las persianas estaban abiertas. Penélope me daba los buenos días a su manera. Sonaban los tablones de madera, eran crujidos que abrigaban mi ser. Era domingo, no tenía que ir al detestable trabajo. Podía estar todo el día sintiendo los placeres que mi hermosa casa me otorgaba. Baje a tomar el desayuno. Había un rico plato de huevo con tocino en la mesa.

Después de comer salí a presenciar mi posesión por fuera, ver su fachada me hacía explotar en éxtasis. Circule la propiedad con una gran sonrisa y dando uno que otro salto. Cuando llegue a la parte trasera vi un enorme muelle. Una extensión del ser de Penélope. Vi una silla de madera y me senté a escuchar los agradables sonidos del pantano. Conocía tan bien a Penélope, pero tenía sus sorpresas, y ciertamente, este hermoso muelle era una de ellas. Pase toda la tarde sintiendo la humedad de la ciénaga, adoraba este lugar, con las puntas de mis dedos acariciaba la madera, sabía muy bien que le encantaba a Penélope.

Pase toda la tarde sentado frente a la laguna. Sentí hambre, era hora de la cena. Fui a la cocina y estaba ahí nuevamente un rico plato de comida en la mesa. Al terminar fui a la sala y me hundí en uno de los suaves sillones de Penélope. Mientras leía una de las revistas de mi colección, escuche como la casa se retorcía, sentí un poco de miedo, eran crujidos incómodos, parecía que mi hogar se estaba esforzando por algo, pero después de un largo momento se detuvo. En seguida escuche el timbre. Me levante un poco extrañado, fui por el pasillo y en la puerta de vitral vi dos figuras, una mujer y una niña…

FIN

viernes, 18 de diciembre de 2009

Crujidos que abrigan. Segunda Parte

Al terminar mi deliciosa cena, me levante satisfecho y me dirigí a la sala de estar. Esos sillones que se mostraban relucientes y cómodos, al pasar una división; me llamaban para descansar. Me hundí en uno de ellos y comencé a leer una de las revistas que estaban a mi derecha. Sentí un escalofrío recorrer mi cuello y la torre de revistas se desplomó. Tuve la sensación de que aquella hermosa habitación se empequeñecía y se obscurecía, tuve miedo, los crujidos que la sala provocaba eran insoportables, eran terribles, Penélope se estaba haciendo daño. Tuve miedo, la primera vez que mi casa me provocaba temor e incomodidad. Me aferré fuertemente del sillón, sentía que moriría aplastado por mi hermosa casa. Sonó frenéticamente el timbre y la habitación en la que me encontraba comenzó a acomodarse e iluminarse fuertemente. Volvió a su estado original. Pensé que solamente fue el frio o mi cabeza jugándome bromas.

Nuevamente el timbre sonó con desesperación. Me levante y fui a atenderlo. En la puerta de vitral vi dos formas obscuras, una más alta que la otra, eran una mujer y una niña. Abrí la puerta con temor, los visitantes a esta casa eran escasos.

“¿Sí?”, pregunte asomando la cabeza. “¿Qué desea? ¿Es vendedora?”

“No”, dijo la mujer con una pequeña sonrisa. Era bellísima, esbelta y alta, casi de mi tamaño. Vestía con jeans y blusa de tirantes. Su cara era una gema, sus ojos verdes como el pantano y su piel obscura y quemada por el sol.

“¿Entonces? ¿Qué espera? ¿Qué necesita? Si no habla pronto le tendré que pedir amablemente que se retire, estoy pasando una hermosa velada y no me gustaría que extraños me la arruinen.”

“Querido,” me dijo con suavidad, casi me hace soñar su voz. “no me reconoces, tal parece. Me voy por unos segundos y ya te me haces el desconocido, es gracioso, deja las bromas y hazme el favor de darme un espacio para entrar. Hace frio.”

“¿Querido?” pregunté atónito. “mire señora, no la conozco, nunca le he visto en mi vida. No pienso dejarla entrar a mi casa, nunca lo he hecho con extraños. ¿Puede irse ahora mismo? Y no olvide a su hija. Si cree que la voy a cuidar si la abandona, está muy equivocada.” Lo dije con autoridad y sin debilidades, así entendería que mi Penélope no la permitiría entrar.

“¡Vamos!” me grito, “deja de jugar, ya me estoy congelando. No veo divertido este juego. Y que no reconozcas a tu hija me hace molestar aún más.”

Vi a la pequeña niña con su muñeca. Era igual de hermosa que su madre, tenía muchas facciones que me llamaban la atención. Su cabello era rizado pero no perfecto, su piel obscura le aumentaba el brillo.

“¡Déjame entrar!” me grito la mujer con enojo, eso me asusto, me sentía amenazado y ansioso. “somos tu familia…”

¿Familia? Qué hermoso sería tener una familia. Compartir con alguien en esta hermosa casa. Me sentía solo, pero no lo mostraba, no lo reflejaba en mi exterior, inclusive trataba de no pensar en ello, no quería que Penélope creyera que una familia era más importante que ella. Pero aquí en el marco de la puerta se encontraba una hermosa mujer con una cariñosa y tierna niña, que decían que eran mi familia. Mi esposa y mi hija. Este sentimiento de amor que hervía ahora en mi cuerpo era más fuerte cada vez que miraba en los ojos de la pequeña criatura. Mis pasiones por Penélope desaparecían, ahora tenía una familia, alguien a quien abrazar. Un ser humano. Carne y hueso contra madera y clavos.

Hipnotizado, me hice a un lado y deje pasar a la extraña y a su hija. Ella me dio un beso. Solté un suspiro y una lágrima corrió por mi mejilla. Le tomé la mano la halé a mi, y con una candidez y calor nuestros labios se unieron. Sentía por fin a una persona a mi lado, sentí en su pecho el corazón y en sus labios vida ¡vida! No seguiría preocupándome por algo que era hermoso pero no me daba nada a cambio. Marielos me daría vida, ese era su nombre. Lo obtuve de un recuerdo perdido en mi memoria, en un recóndito olvidado de mi creciente y golpeada caja de pasados, de esos agujeros negros que uno decide construir para eliminar a alguien o una situación.

Después de ese beso lleno de vida y de humanidad, me agaché y le di un beso en la frente a Sara. Sentí su piel, mis manos acariciaban sus brazos y escuché una risita. Ese sonido dio justo en mi alma, ella tenía espíritu, ella vivía. Me senté en el suelo y comencé a llorar. Mi esposa me abrazó y me susurró palabras simples y hermosas, estaba feliz. En mi mente Penélope ahora era una caja vacía y nosotros tres la llenábamos. Marielos y su habilidad poética me daban fuego para continuar en el obscuro trayecto de la vida, sus palabras que rimaban y representaban el ferviente amor y aprecio que me donaba de forma incondicional eran como el suave sonido del viento que atraviesa por las paredes de un cuarto y que forma un eco que recuerda la vidas de las personas que alguna vez habitaron ahí. Recuerdo, memoria, nunca olvidaría mi vida desde ese momento.

Sara nos vio y echo otra risa, otro sonidito de esos, que sonaban como la espuma del mar cuando se deshace, cuando ese millar de burbujitas estallan al mismo tiempo. La tome del brazo y la acerque para que nos abrazase, a su madre y a su padre. Nos separamos y le volví a dar un beso a cada una de ellas, para tener nuevamente la sensación de que eran reales.

Les dije que en la sala estaríamos más cómodos. Estando allí, ella se dirigió a uno de los armarios en los que libros de grandes autores eran almacenados con dedicación y cuido. Tenía duda sobre que buscaba detrás de las puertas de caoba. Del mueble saco un libro de pasta dura muy grande y se sentó a mi lado. Era un álbum de fotografías, nosotros tres éramos los protagonistas de esas imágenes que reflejaban la felicidad de una época lejana. Nuestra boda, el nacimiento de Sara, una fiesta perdida en un año de eventos humanos y con vida, mis padres, sus padres. Nosotros. Nunca había visto esas fotografías en mi vida, pero me hacían sentir que tuve una y que la seguiría en el futuro, me hacían ver que todo era real. Tenía una familia y eso nunca cambiaría, mi sueño profundo y secreto, mi deseo pecaminoso y silencioso se volvía realidad y sería mejor al cuido de Penélope. Ella nos ayudaría a tener seguridad. Veo dos hermosas mujeres en mi sala de estar y no soportaría ver cómo son arrancadas de mis manos, no lo soportaría jamás.

Les dije a ambas que se acercaran, les di un fuerte abrazo. Las besé. Lágrimas volvieron a mostrarse orgullosas de mis ojos. Estaba feliz. Mi pecho estaba lleno, tenía espíritu, tenía alma, no era simplemente un loco que amaba una casa, ahora era un padre que amaba a su esposa y a su hija. Me levante y les dije que era hora de dormir. Nos fuimos al cuarto piso y vi al final del pasillo una luz, nos acercamos con expectativa y vimos que era el cuarto de Sara. Estaba decorado con su color favorito y una hermosa cama que hacían recordar duendes y cuentos de hadas. Su cara estaba iluminada, se acostó en seguida y me senté a su lado, le di un beso en la frente y le deseé las buenas noches. Su luz nocturna era bellísima, estrellas y lunas giraban en el techo con un paso paciente y tranquilo, la hicieron dormir en seguida.

Marielos y yo nos dirigimos a mi cuarto. Ahí estaba esa enorme cama, ordenada e impecable. Ahora estaría completa. Nos sentamos uno de cada lado. Con rapidez nos abalanzamos hacia el otro y nos besamos con gran pasión. Ella se despojo de su blusa y yo de mi camisa. Estaba feliz, estaba extasiado. Sentiría el climax por alguien y no por algo, después de un largo tiempo. Sentí sus senos en mis manos eran firmes y con la piel suave. La besaba constantemente en la boca y en las mejillas. Quería sentirlo todo, experimentarlo todo. Esto era humano. Besé todo su cuerpo cada recóndito, de arriba abajo, deje que mis labios se pasearan por su cuerpo y ella me lo permitía, sabía que yo necesitaba acariciarla de esa manera, eso me haría recordar que ella es real. La noche siguió su rumbo.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Crónicas de un joven que no bebe

Ahí estaba yo, de nuevo, disfrutando lo que no disfrutaba. Era el último día de labores, apuros y estrés. Sentado en el centro de una gran mesa, dentro de un destartalado bar, el cual alguna vez fue un hogar que le daba refugio a una familia. La imagen me recordaba de cierto modo a la Última Cena de aquel pintor italiano. A mi derecha e izquierda, se desarrollaba las discusiones de los que habían asistido. Yo por el otro lado, escuchaba pero me quedaba en silencio. En mis oídos zumbaba la luz de neón de un viejo anuncio de Imperial, la luz caía sobre mí y molestaba un poco mis ojos. Encorvado y sin ganas de seguir el rumbo de las ideas que se desarrollaban en la mesa de festejo, volví mi mirada a la salida.

Deseaba irme, levantarme y salir sin dar explicación; la vergüenza surgiría como una lanza atravesando mis pensamientos, no tenía el coraje para evitar las dudas que expresarían mis compañeros. Les mentiría, pero estaba seguro de que no me creerían. La puerta era la respuesta a los remolinos dolorosos que mi mente formaba.

-¡Diay mae! ¿Por qué tan callado?- me pregunta el muchacho a mi derecha.
Suelto una sonrisa sin vida y le digo con un susurro que solo estoy pensando en cosas que no le importarían. Me deja en paz por unos momentos. Ahí estaba yo sentado, sintiendo un dolor terrible en mi pecho, la ansiedad se cola por mis pupilas; aumenta el número de suspiros y mis sueños empiezan a obscurecerse.

Veo la mesa, las botellas de cerveza invaden la enclenque mesa de madera. Son demasiadas, pienso, realmente quieren olvidar las dificultades de este semestre. Paso mis manos por ellas, las toco, las acomodo. Jamás había tragado el contenido completo de una de ellas, solamente sorbos. Uno de mis compañeros me ve perdido en la masa de vidrio color ámbar.

-¿Quiere mae? ¿Por qué no se pide una?- me pregunta con gracia y con tono de incitación.

Vuelvo mi mirada y lo identifico. Él no sabe que no tomo, que no es lo mío. Muevo mi cabeza diciéndole que no. Pero esto no lo detiene, él desea una razón que explique mi comportamiento. Le respondo esta vez con mi voz. Le digo que no bebo alcohol. Esperaba que con esa respuesta terminara nuestra interacción.

-¿En serio?- preguntó con asombro que se notaba en sus ojos y en su boca que formaba una pequeña sonrisa. El hecho de que alguien que no tomara y que se encontrara en un bar, divirtiéndose, era algo que nunca había presenciado. No sabía si él realmente estaba molesto por su descubrimiento, pero si estaba seguro de que estaba anonadado. – ¿Por qué no toma? ¿Alguna enfermedad o es por el sabor?-

Odiaba esa pregunta, siempre provocaba un interés en los demás. Deseaban con ansias la maldita respuesta. Al verlos, todos atentos, me preguntaba por qué llamaba la atención tal discurso inútil. He dado la misma respuesta tantas veces que ya ni se el número exacto. Una y otra vez, palabras que responden a la molesta pregunta salen ya sin razón de ser: “No tomo porque nunca me llamo la atención, no lo necesito para divertirme…”. He vomitado la frase un sinnúmero de veces y estoy seguro de que algunos se la saben de memoria.

Repetir algo muchas veces perjudica la credibilidad. Pero no lo digo a nivel grupal. Los acompañantes solamente quieren escuchar que tan descabellada razón se le puede ocurrir al cuestionado para que no efectúe el ritual del guaro. No, yo me refiero sino al nivel personal. Uno duda de la respuesta, siente que ya no es verdad, siente que esa razón ya no es lo suficientemente fuerte para soportar tal labor de mantener la convicción de la persona a no tomar.

En esa mesa del bar en la que nos encontrábamos, en fiesta y diversión, entré en un conflicto. Me hacía más pequeño, sentía que ya no era significativo estar ahí. Los demás tenían los movimientos más sueltos, hablaban alargando las palabras. Sí, ya estaban “felices”. Pero yo estaba consciente de mis ideas, cada vez más hundiéndome en el asiento de aquel sitio; la luz del pequeño rótulo no se notaba.

No los juzgaba, intentaba no hacerlo. Ellos podían hacer lo que quisieran, yo no era nadie para indicarles lo contrario. Pero aún así, esta molestia me atrapaba, me hacía calentar. Sentía que ocupaba un poco de ese líquido, para entrar en el ambiente común. Me dolía pensar en eso. Ya había tomado mis decisiones, las que me forjaron en la persona que soy, pero ¿debía cambiar? Tome de la concurrida mesa una de las botellas que estaba a medio acabar y di un sorbo, mi boca se secó y el sabor casi me enferma. Uno de ellos lo notó.

-Ja ja ja diay ¿qué es eso, tomando?- me dice el del extremo con aires de broma –si quiere aquí tengo un poco-

Le digo que no con rapidez. Algunos están sorprendidos y actúan de igual manera, sin embargo les rechazo la oferta. Mis pensamientos son irracionales lo sé, falta de autoestima tal vez. Veo a mis compañeros como enemigos, con envidia; no deseo hacerlo, mi mente me obliga, es más fuerte que yo. Entro en un trance y me imagino situaciones que me ponen en lugares difíciles de soportar, en interacciones hipotéticas que matan mi espíritu. Los odio pero los amo. Ellos son lo que quiero ser; ahí está, lo dije. No quiero ser yo, quiero ser ellos.

Cuando salgo de mi trance suicida, escucho que hablan sobre drogas. Me retuerzo, ese tema de conversación era exactamente la cuchilla que se hundía cada vez más en mi espalda. En situaciones como estas siempre se repiten conversaciones, ideas y palabras que me hacen pensar en lo poco que he vivido, en lo poco que soy, en lo inocente y buen chico que soy. Drogas, sexo e historias en las que nunca estuve presente dado que involucraba a las dos. Odio que hablen de eso siempre, es como si las relaciones que nacen de cada uno de ellos se fecundan de dos excesos culturalmente construidos, no hay profundidad, no la siento, se difumina al escucharlos, no se conocen, olvidan lo esencial.

Lo digo, pero me asquean mis ideas. Me escucho y lo único que oigo es la voz de un sacerdote, del niño bueno. No los juzgo, repito. Pero estas contradicciones reflejan lo peor de mi ser, mi enojo se eleva. Mi cara lo demuestra, pero ya nadie le interesa lo que pienso, están muy perdidos en su festejar. Escucho que vuelven a los temas que aborrezco. Quiero salir, pero recuerdo la vergüenza, son momentos en los que odio vivir con mis pares, odio estar acompañado, sentir que estoy con alguien, la soledad es la que me reconforta, no me hace pensar y desarrollar ideas macabras y estúpidas. Crisis existencial por mis amigos, por mis metas, porque deseo las de ellos y ellas. Deseo contar una historia, deseo experimentarlo. Contradicciones inundan mi mente. No necesito esto, me digo, lo disfruto así, sé que puedo.

¿Qué me detiene tomar la iniciativa a beber? ¿Volverme uno de ellos? ¿Perder mi individualidad? ¿Mis padres? ¿Cuál es el miedo? Ya ni se, perfectamente puedo pedir un ron y listo. Pero algo me detenía, la convicción de elegir mi futuro, lo que yo quisiera, de ser yo y no ellos. Yo soy yo. Decidí ser así. Soy individuo dentro de un mar de sueños y deseos, pero ¿son de otras personas? No claro que no, son mis metas, pero estas situaciones me hacen flaquear, me vuelven débil y pienso.

-… armar la demencia- escucho a uno de mis amigos. Demencia, nunca la he experimentado. ¿Cómo es vivirla? Ver los colores, las sensaciones, los efectos del maldito porro. La demencia, eso era pasarla bien tal parecía. Mis mortales ideas volvían a nublar mi cordura. ¿Por qué él había probado la mota primero, antes que yo lo hiciera? Aquí me veo, de veintiún años sintiéndome perdido en un camino sin peligros, sin aventuras. No he vivido mi vida repito, pero me pregunto si es necesario probar para hacerlo.

Veo el reloj, falta media hora para el autobús. No aguantaba más, me asfixiaba, mi ansiedad estaba en su máximo. Tenía que respirar aire fresco. El humo de cigarro que circulaba mi nariz con sensualidad formando aquellos hilos blancos, no me dejaban razonar. Me levanté y le dije al grupo que me iba a esperar el transporte. Uno de ellos se levantó y me acompaño. Íbamos callados, no quería hablar.

En la fila, me sentía peor. Me aleje de mis amigos por ideas insensatas y autodestructivas. Veía las sombras de la calle, veía como me atrapaban, como me hundían. Quería ser salvado, pero solo yo podía hacerlo; decisión que tomo, pero no cumplo. En el bus, sigo sin desear hablarle a mi compañero. Veo por la ventana y siento el aire frio frotarse en mi cara, me hace sentir vivo. Estoy molesto, con ellos y conmigo. Mis pasiones no superan mis fuerzas, es algo que me reconforta, sigo queriéndolos como amigos, sigo estando orgulloso de ellos y eso me impide volverme su enemigo.

Vuelvo la cabeza y recapitulo los eventos con mi amigo. Estoy tranquilo, pero igual siento un enojo, un deseo por vivir, por ser mejor que él, ¿pero a mi modo, con mis decisiones? No lo sé. Llegamos a su parada y con un apretón de manos me despido. Me siento terrible. Ahora estando solo me daba cuenta que no es lo mejor, siento la necesidad del apoyo. Mis ideas y malditas fantasías me rompen el corazón.

Al llegar a mi casa, sentía la necesidad de disculparme con ellos, con todos. Mis pensamientos contradictorios no eran razones para odiarlos. Ellos forman parte de un grupo que adoro, que me hace sentir bien. Un grupo con el que comparto y tengo historias. Sentado en la cama, me decía lo fuerte que debo ser y lo valiente que debo ser para seguir atravesando estos conflictos que me provoco, estas pruebas que destruyen.

Camino hacia mi computadora y la enciendo. Comienzo a escribir. Mis dedos fluyen con ligereza por el teclado. Descubrí, mi meta, mi sueño. Así viviría. De este modo sentiría mi cuerpo y palparía mi ser. El desahogo. El arte como desahogo...

sábado, 12 de diciembre de 2009

Mensaje de advertencia

Mensaje de advertencia, esto es solo un simulacro: damas y caballeros, en las próximas horas conocerán lo que es vivir en un mundo sin conocimiento alguno; donde el ser humano se convierte en una maquinaria hueca que busca compasión de seres inexistentes, que se les otorga existencia, para dominarlo. Vórtices de ignorancia rondaran por instituciones del saber, tragando libro e idea.

No acercarse, la distancia más corta los puede dejar deshabilitados y no serán los mismos, se transformarán en capullos a reventar, pero a la vez vacios de espíritu. Cuando el último ser humano caiga en la estupidez por no volver a abrir sus ojos, estaremos destinados al submundo del carbón manipulado. Este es un mensaje de advertencia, es solo un simulacro

Todo saldrá bien. Primera Parte

Ennegrezca.
“Ten, nine, eight, seven, six, five…” la típica cuenta regresiva, el capitán John Wilhem, sentado frente a su computadora veía las distintas imágenes del transbordador. Estaba seguro de sí mismo, nuevamente podría celebrar con un puro. La misión sería un éxito. Había llegado el número mágico, “We have lift off…”. Con una sonrisa vio como se elevaba ese pesado cohete, ya sentía nuevamente las palmadas en la espalda felicitándolo. Ninguno de los propulsores tenía fuga, todos los controles mostraban que todo iba bien. Tomó el micrófono al frente suyo y felicitó a todos los que se encontraban en la habitación, el cohete supero la atmosfera terrestre, podían pasar a automático.

Se levantó de la silla y se dirigió hacia la ventana. John Wilhem era delgado y estaba perdiendo el cabello. Usaba gafas obscuras a toda hora, decía que lo hacía ver respetable. Su cara tenía siempre expresión de enojo, pero cuando una misión se cumplía sus facciones se suavizaban por unos momentos.

Por la ventana vio la torre de despegue vacía. Seguía sonriendo, esta vez estaba seguro de que vencería al enemigo. Sentía en su camisa la condecoración del presidente. Tomó el puro de su bolsillo, este le sabría muy bien, lo encendió y soltó una gran nube de humo. Con un suspiro se apoyo en la ventana y se puso a imaginar en todas las comodidades que un ascenso le daría. El instituto se lo daría, el prometió ganar a como dé lugar, y que haría que el país diera un paso adelante en esta interminable carrera.

Un sonido fuerte lo saco de sus ideas y sueños. Sorprendido se dio vuelta y vio el monitor de la sala de control, en letras grandes y rojas se encontraba la razón de su inminente despido. Abajo todos los asistentes, científicos y jefes de salas pegaban gritos, estaban desesperados, corrían a todos lados parecía que no sabían adónde ir. El capitán se quedo frio, su cara no expresaba nada, veía en todos esos rostros asustados el descontrol. Su nación habría perdido. Caminó por los escritorios hasta la gran pantalla; esto no podría estar pasando, pensaba con miedo. Se quito los lentes y tomó la silla más cercana y se sentó. Volvió nuevamente a las letras y se restregó los ojos. Golpeo el escritorio que estaba su lado con el puño.

“¿Se puede quitar el automático?” preguntó John Wilhem, pero nadie le hizo caso, todos estaban desconcentrados, llamando por teléfono, viendo informes. “¿Se puede desactivar el maldito automático? ¡Con un demonio, pongan atención inútiles!”

“Señor lo intentamos,” le dijo hiperventilado el profesor Carter “pero no responden los sistemas, le preguntamos a la tripulación si se podía hacer de manera manual, pero los controles no responden ¡no responden!” y dicho esto corrió a probar con las maquinas nuevamente.

Wilhem suspiró fuertemente y se llevo la mano a la cara, se la frotó. Se quedó ahí sentado. Los especialistas y los controladores le preguntaban qué hacer, pero ni una palabra salía de su boca, solo murmullos. La sala empezó a despejarse, nadie quería ver el desastre, nadie quería ver con sus propios ojos como el país perdería respeto ante su enemigo.

Estando solo, vio la sala de control, papeles en el piso, computadores destruidos y en la pantalla, esas asquerosas letras rojas. De alguna manera el puro seguía en su boca, lo tomó y lo apagó en el escritorio, lo despedazo y lo tiró contra el suelo. Su boca tenía un sabor horrible, iba a vomitar, probó el triunfo sin haberlo obtenido, en su mente las ideas no eran claras. Tomó algunos informes, pero él sabía muy bien que la respuesta del fatídico evento no estaría ahí. El fue el único del instituto que vio las imágenes, el vio como cinco personas perdían la vida. Apretó la mandíbula y sus ojos mostraban ira y culpa a la vez.

“Hicieron lo mismo, esos hijos de puta hicieron lo mismo” dijo en voz baja, y salió de la sala arrastrando su débil cuerpo derrotado.

* * *

“¡Señor!” gritaba la difuminada y robótica voz del intercomunicador, “¡Señor ya estamos preparados para el despegue! ¡Necesitamos órdenes ahora! ¿General Novikov, está ahí?”
Dentro de la obscura habitación y frente al enorme escritorio de madera se encontraba el General Novikov. Estaba repasando varios informes y documentos. Era la tercera vez que ese aparato y su voz incómoda le molestaba la labor; al parecer olvidaba que era él estaba a cargo de la estación espacial Vostok. Gruñendo fuertemente, dejó de lado su cigarro y alcanzo el botón del artefacto.

“¡Ustinov!” grito Novikov fuertemente, “¡Inepto! La misión ya fue reconocida como válida, solo siga el maldito procedimiento.”

“Ya lo hicimos señor” respondió Ustinov con serenidad “solo necesitamos que proceda con el conteo, es parte del procedimiento.”

Con un gran suspiro, Novikov comenzó a contar, “Десять девять восемь семь…”, de repente una gran emoción le empezó a llenar. Pensaba que al llegar al uno, ya habría ganado en la carrera contra los enemigos. Sentía el poder en su voz, “… шесть пять четыре три…” sentía el poder ciertamente. Elevó la voz, sentía que el cero de la cuenta regresiva sería el momento del regocijo. Una sonrisa empezó a aparecer en su cara, la madre Rusia ganará esta. Y por el éxito que obtendría, volvería a ser instalado en alto mando de la estrategia militar de la Unión Soviética. “…два один ноль”.

Rápidamente, se dirigió a la serie de monitores que estaban a su derecha. Los encendió y vio varias imágenes. El cohete despegando, el trayecto y su situación. Su cara severa, pero feliz veía como su futuro se iba para arriba. Como volvería a estar en una oficina mejor iluminada, tomando decisiones que valían la pena. Y con una risa profunda y entrecortada, volvió la mirada a los documentos que estaban sobre su escritorio. Pensaba que esta vez, la madre Rusia estaría orgulloso de sus actos.

Tomó el cigarro nuevamente. Las bocanadas estaban llenas de gracia. Se levanto de la silla y se paseo por la sala. Tomó un maletín y en el, comenzó a colocar todas sus pertenencias, las que consideraba importantes. Por fin salía de ese agujero para inútiles, por fin empezaría a tomar decisiones de origen militar, las que importaban. Volvió al escritorio a tomar los documentos que le iluminaban la cara cada vez que les dirigía la mirada, pero el sonido electrónico y molesto del intercomunicador lo detuvo.

“¡Señor!” gritaba Ustinov desesperado, “¡El curso de la nave ha cambiado, la comunicación con la cabina de control se ha cortado, están volando a ciegas y desde aquí no podemos hacer nada!”
Los pequeños ojos del general se abrieron en asombro. Empezó a respirar rápido y suspiraba fuertemente. Su pecho le empezó a doler. Corrió rápidamente a los monitores. La trayectoria sufría un cambio radical, parecía que la nave volvería a la atmosfera terrestre. La situación del transbordador era desconocido. Novikov apretó fuertemente la mandíbula y sus dientes empezaron a rechinar. Su respiración se volvió más fuerte.

“¡No!” grito fuertemente. Y con sus fuertes manos lanzó los monitores al suelo.

“¡Señor!” sonaba desesperado Ustinov “¡el transbordador va en dirección de colisión, otra nave se acerca, parece americana! Los controles no funcionan, están perdidos”

Con rapidez, Novikov se abalanzó al interruptor del intercomunicador. “Hemos sido saboteados señores, los americanos nos han saboteado el condenado cohete”

Con ambas manos tomó el intercomunicador y lo desconecto. Su euforia estaba disminuyendo. El pecho ya no le molestaba tanto. En la sala de control, los presentes veían como el transbordador soviético impactaba en pleno espacio con un transbordador estadounidense. Novikov se sentó en el sillón de la oficina y enterró su arrogante cara en un almohadón, gritó con fuerza. Su sueño, sus decisiones políticas y militares se veían truncadas. No avanzaría, estaba muerto. Este error le costaría la vida.

Se levantó lentamente, camino hacia su escritorio y tomo su cigarro. Tomó una bocanada más, esta salió débil y laxa. Luego lo puso sobre los documentos, prendiéndolos en fuego. Consumiendo su información, aquella que le había garantizado su libertad del terrible trabajo, del deshonroso puesto que ocupaba. El calor quemaba páginas de páginas con evidencia. Evidencia que mostraba cómo fueron contratados los servicios de un agente de la KGB de manera ilegal. Datos que mostraban como este agente saboteo el transbordador estadounidense. Informes que incriminaban a Novikov en una misión encubierta, la cual el estado soviético no tenía conocimiento, que falló penosamente.

Lentamente el fuego empezó a trasladarse por todo el escritorio. Novikov solamente se quedó ahí viendo. Esperaba su muerte y estaba preparado. Su siempre presente dignidad no lo dejaba escapar, enfrentaría el error cara a cara.

Crujidos que abrigan. Primera Parte

Siete de la mañana. El despertador sonaba con gran fuerza. Me encontraba somnoliento y ese ruido era como una tortura. El sol entraba con brillo insoportable por las persianas recién abiertas. Mi buen humor retornaba lentamente y mi cuerpo retomaba sus sentidos. Estaba feliz, siempre estoy feliz. Soy feliz. Me senté en la cama, era muy grande para mi cuerpo y mi ser, otra persona pudo haberse acurrucado a mi derecha, y sentir el calor que sus sábanas daban en la noche. Abrazarme a mi cuerpo y escuchar conmigo los hermosos sonidos del pantano por las mañanas, los grillos, el suave cantar del agua y los árboles chocando sus ramas mientras se balancean con el viento.

Me puse de pie y salí de la habitación. La cama ya estaba hecha, así que no me tome la molestia de realizar la labor. Camine por el pasillo y baje los escalones, tenía mucha hambre. Mis días son mejores con el estomago lleno. Las tablas desprendía un bello sonido al majarlas y el olor a pino se liberaba. Esta casa era vieja, mi antigua Penélope, no recordaba muy bien como la había conseguido, pero era acogedora y segura. Era mía y solo mía, pero había momentos en que su grandeza me intimidaba, y me sentía desolado, sin nadie a quien acudir, el contacto humano me hacía mucha falta y Penélope no me daba lo que necesitaba.

Al llegar a la cocina, vi que la mesa ya estaba puesta. La comida humeaba por lo caliente y recién hecha. Un par de huevos, una tostada y embutidos. Me senté, tome el vaso de la mesa y me refresque con el delicioso jugo de naranja. Comí con paciencia, no estaba apurado, no estaba tarde para llegar a mi trabajo. Jugaba con mi comida y luego la llevaba a mi boca, estaba deliciosa. Al terminar me levante, recogí los platos y los lleve al lavabo, me encargaría de ellos después. Fui al baño, mi ropa estaba lista en el perchero.

Ya eran las ocho y media. Cerré la puerta delantera de la hermosa y blanca Penélope. Tome una bocanada de aire y la exhale, este iba a ser un buen día. Con una sonrisa lo empecé y seguiría así hasta que llegase a la casa nuevamente por la noche, estaba seguro de ello.

“Bueno mi querida Penélope,” le dije con suave voz, mientras le acariciaba el marco de la puerta, “me voy por un momento, volveré por la noche. Me darás abrigo nuevamente para entonces, así no te preocupes, que no querré a otra casa como a ti.”

Mientras me alejaba de la puerta con vitral hecho a mano y de colores pálidos que hacían juego con el blanquísimo resplandor de su color, experimente la extraña sensación de como tablas y remaches de la enorme casa suspiraban enamorados por un dueño tan cariñoso.

Yo trabajaba en una pequeña empresa, el dueño era mi amigo, usualmente lo invitaba a mi casa, era lo más cercano a un confidente. Hace unos años él me despachó. No recuerdo muy bien las razones, pero sí recuerdo que me molesté mucho. Recuerdo haber arrojado cosas y golpear fuertemente la puerta al salir. Mis reacciones en el pasado no eran siempre las mejores, mis ánimos se caldeaban fácilmente y explotaba en rabia por diferentes razones, inclusive las más simples. Perdí una amistad que valoraba mucho, pero eso no me importó, mi vida continuó sin ningún problema.

Ahora trabajo en una pequeña oficina. Creo ser abogado, tengo muchos libros sobre leyes en mi escritorio, los he leído varias veces; conozco mucho sobre casos penales. Esta oficina es un tanto obscura, las persianas están dañadas, intente arreglarlas alguna que otra vez, pero terminaban estropeándose; eran gruesas por lo que no entraba aire, era un ambiente sofocante. Pasaba seis horas al día, revisando archivo tras archivo, todo muy mecánico y cansado. Esa pequeña habitación ubicada en la calle central del pueblo era una terrible prisión, monótona y gris, fastidio me daba con solo verla. Ese cuarto de madera de mala calidad era un especulo molesto intentando irritarme la piel y la nariz.

No entendía porque debía de llegar cada día de mi existencia a ese lugar. No tenía visitas, era un trabajo solitario. Leyendo y leyendo, escribiendo sin pensar, mi mano tomaba vida propia, ella solo se movía, el resto de mi cuerpo se perdía en la constante repetición del miembro en labor. Pero aunque en el fondo de mis entrañas esto me destruía, mi buen humor no se debilitaba o mi apariencia externa que reflejaba este sentimiento no flaqueaba, pensaba en volver al pacífico y equilibrado universo que Penélope me otorgaba, escuchar y oler sus tablones de pino, acostarme en uno de sus sillones tersos y agradables.

Salí del trabajo a las tres. Pude oler la libertad. Sudaba terriblemente por el calor de ese infierno, odiaba el trabajo, pero tenía que hacerlo, creo. Camine por la acera tratando de tranquilizarme. Tenía que hacer unas compras, materiales, estaba pensando añadirle un cuarto más a mi hermosa casa. Llegue al aserradero del pueblo, con mis ánimos nuevamente en su punto. Hable con el vendedor, pregunte sobre tablones de pino fino. Él me contestaba con humildad y serio, pero esa seriedad se sentía algo cortante, cierta molestia por mi persona podría ser lo que activaba su comportamiento. Después de mostrarme las pruebas y yo elegir la de mi gusto pasamos a su oficina. Discutimos como debía ser entregados los materiales y el accedió, solamente debía dejarlos a la entrada de la casa no debía hacerse ninguna instalación ni debía tocar el timbre, los tablones debían dejarse ahí. Saco el talonario de recibos y empezó a escribir, cuando termino lo arranco de un rápido tirón, al hacer esto note mi nombre escrito en el recibo anterior, estaba fechado a una semana atrás.

“Que interesante,” le dije con cierta curiosidad al vendedor, “ese recibo tiene mi nombre. No recuerdo haber venido aquí antes. Tal parece esos materiales no me los enviaron.” Expulse una pequeña carcajada, tratando de suavizar esa transacción sin emoción.

El vendedor me vio a los ojos con cierta duda, más bien extrañamiento. ¿En qué estaría pensando? Me pregunte. Su mirada me intimidaba. Decidí levantarme y le di un apretón de manos. Me aleje rápidamente del aserradero, sentía la mirada penetrante del vendedor en mi nuca. Dos agujeros en mi espalda marcándose con dolor. La vergüenza me invadía, pero no entendía porque sucedía.

Mi día había terminado y no deseaba pensar en el vendedor, pero mi mente no paraba de cuestionarse que tenía yo que le molestase. Caminaba rápido, quería ver a Penélope, dentro de ella estaría seguro. Apresure mi paso. Solo pensaba en las cálidas tablas de madera de su estructura, los deliciosos sonidos cuando cruje, sentía prácticamente una invitación a tocarla, a pasar mis delgados dedos por cada rincón, tenía la sensación de que ello la excitaba. Mis pasos eran más desesperados. Ya me veía sentado en la enorme sala, leyendo un libro, la hermosa chimenea de piedra encendida, el color blanco de las paredes mostrándome lo que sería estar en el cielo.

Escucharía el viento colarse por las ventanas, provocando que las cortinas floten con lentitud, y con suavidad mis oídos captarían la voz de Penélope: “Te amo, te deseo y te quiero. Nunca me dejes, aquí encontraras todo lo que necesites. Te brindo calor y tú me das cuidado. Me encanta verte sonreír cuando sientes las frías tablas con tu desnudo píe, mis crujidos y retorcijones son para ti, para verte a gusto. Nunca me abandones.”

Claro, eso es lo que me dice mi bella Penélope. Ahora caminaba más ligero. Mis pensamientos en aquella casa me hacían flotar. En mis pensamientos, besaba las paredes besaba el piso, eso le gustaba. Cuando menos lo esperé, el claxon de un autobús arranco mis húmedos labios de la casa. Vi a mí alrededor, no sabía dónde estaba. Había caminado tan veloz y sin poner atención al camino, que termine en algún tipo de festival en una de las pequeñas avenidas del pueblo. Levante la vista y vi la torre de la iglesia, me pude ubicar.

Camine con agilidad entre las personas, mi boca salivaba con la idea de una pequeña cena cocinada en la estufa de Penélope. Evite a las personas, me movía de un lado a otro, tratando de no encontrarme con algún conocido. Después de cuatro o cinco pasos me di cuenta que no era yo quien no deseaba toparme con alguna persona, eran los que integraban el festival quienes me evitaban. A mi paso se alejaban con repugnancia y asqueados de mi presencia. Todos me miraban como lo había hecho el vendedor. ¿Qué había hecho para que me odiaran tanto? No pude caminar rápido, las miradas me debilitaban, sentía una vergüenza profunda. Quería salir de ese lugar en seguida. Mire a mi derecha y ahí estaba una mujer sentada en su puesto.

“¡Oiga!” me grito con desprecio y señalándome para que aquellos que no me habían visto lo hicieran.

“¿Qué pppasso?” tartamudeé, estaba nervioso, me sentía mareado y con mucha ansiedad, pronto a vomitar.

“¿Sabe que se merece usted?”

“No lo sé” murmuré.

Ella se acercó a mí y tomó con ambas manos mi cara. Aspiro fuertemente e hizo un sonido horripilante con la garganta, con fuerza hecho su cara hacia la mía y me escupió. Mis ganas de vomitar eran ahora más fuertes. Me limpié con la mano y grite, pero ningún sonido salió de mi boca.

No sabía porque me hacían esto. Yo soy un ciudadano ejemplar, tengo mi trabajo y mi casa, no le hago daño a nadie. Pero en esta maldita avenida, en ese maldito festival (ni tenía idea de que celebraban), odie a las personas que habitaban ese mugroso pueblo. Quería darle un buen golpe en la cara de la señora, en su derretida cara por la edad. Corrí lo más rápido que pude. ¡Que se pudriera todo aquel incompetente que creyera que un festival pueblerino haría una mejor persona de si misma! Idiotas los que creen que estar en una masa de insensibles que piensan con indiferencia, harán de esta ciudad un lugar más amistoso. ¡Por Dios! Nadie se habla como si fueran amigos, todos se comunican pero no sienten, nadie sabe el nombre del otro. No existe la relación simbiótica en la que vivo con Penélope.

Salí del tumulto, con varios golpes en la cara y en mi estómago, pero pude escapar. Cuando llegue a las verjas que protegían a la majestuosa Penélope, solté lágrimas. Estaba por fin seguro, ella me protegería, asustaría a cualquier intruso, lo haría pedazos. Ella me amaba y por eso me protegería. Abrí con excitación los portones y vi cerca de la entrada los materiales que había comprado. Me emocione, mi corazón palpito fuertemente, por fin Penélope tendría un bello muelle al pantano.

Con lentitud y disfrutando cada instante con pasión, me acerque a la casa. Quería contemplarla antes de entrar, era como el preludio a un evento emocionante, al climax, justo después de la penetración. Camine alrededor de los cimientos viendo cada doblez, cada ventana, cada talladura en la madera. Al llegar a la parte posterior, vi una luz. Me acerque, era un pequeño invernadero. Nunca lo había visto. Conocía tan bien a Penélope, pero tenía sus sorpresas. Encontrar algo nuevo en ella, me hacía calentaba las entrañas, me daban ganas de gritar extasiado. Entre en la estructura de vidrio y metal, se formaba un diseño bellísimo, como un crucifijo, con dos aleros. Colores por doquier, las flores, las petunias, las rosas, las orquídeas llenaban el lugar y la luz del techo era suficiente para iluminarlas y presentar sus pétalos con rocío.

Salí con mi cara iluminada. Tal acto de belleza que exhibían las flores de aquel invernadero me inspiraron en la forma del futuro muelle; extensión del cuerpo de Penélope. Me sentaría a contemplar los rojos, morados y amarillos del atardecer, mientras las puntas de mis dedos rozan las tablas de madera, la piel de mi sensible hogar.

Con suavidad le di vuelta al llavín de la puerta delantera y entré. Una brisa cálida me susurraba al oído con delicadeza “bienvenido”. Suspire, mi cuerpo se sentía vivo y a punto de explotar en placer.

Me despoje de mis zapatos y medias para sentir las fibras de los tablones de pino. Escuche craquear la madera, mis oídos estaban complacidos. Me moví con lentitud y con gracia hacía el lavabo para limpiar los platos del desayuno, pero no los encontré donde los había dejado. Me di la vuelta y miré una deliciosa cena en la mesa. Esto lo disfrutaría mucho, me haría olvidar los terribles eventos de la tarde.

Necesito hablar con ella

El sonido fuerte de los tacones resonaba por toda la acera. Caroline se alejaba furiosa y rápidamente. James la observo, su cara con expresión severa, no se sentía culpable y sabía que no se sentiría así en las próximas horas. Sabía que la razón la tenía él y que ella estaba en el error. Su cabeza giraba de lado a lado mientras veía como la figura de Caroline se desvanecía en la distancia, se dio la vuelta y empezó a caminar con paciencia. Esta pelea había sido muy grave, profunda y casi irreparable. Con sus manos en los bolsillos y con lentitud que parecía detener el tiempo mismo, camino por las alamedas y caminos de la universidad.

James se sentía como en una película, al parecer todos los elementos de un drama novelesco se estaban conjugando en ese instante. El viento le acariciaba la cara, estaba frio, eso le gustaba, lo hacía pensar sobre sus decisiones, sus actos y su vida. Era el atardecer y el cielo se llenaban de colores naranjas y morados, en la lejanía se veía una nube que anunciaba lluvia. Siguió caminando por cada recoveco de las facultades y plazas de la universidad. Pensaba que necesitaba una buena canción triste y melancólica de fondo, mientras reflexionaba sobre lo sucedido con su novia. Si no hubiera sido algo tan serio, pensaría en la excelente actuación que estaba llevando a cabo.

Llegó a la facultad de medicina y se sentó en las escaleras que llevaban a ésta, sentía que en ese lugar repasaría los eventos y encontraría una posible solución que aquejaba la relación. Tal vez, pensó demasiado, tal vez el sentimiento de culpa que intentaba contener en lo más profundo de su ser encontró por donde fugarse o simplemente él fue un completo idiota; tanto pensar lo llevó a una fatídica conclusión, una conclusión a la que ninguno de nosotros en esa situación no desearía llegar. Conectó todas las partes, sumó todo los elementos: el estaba equivocado, el estaba en el error. Le había gritado con gran vehemencia (y saliva) como sus ideas estaban en una posición tan errónea que si ella hubiera sido presidenta del país habría recibido más años en prisión que aquel político corrupto que salió tantas veces por televisión. Mentirosa la llamó, insulsa y otros insultos más graves que no pronunciare aquí, pues la historia no trata sobre cosas tan mundanas… espero.

¿Qué había hecho? Se preguntaba, mientras se jalaba el pelo con ambas manos. Que estúpido había sido. Se levanto y camino de arriba abajo, estaba molesto consigo mismo. Qué tontería llegó a hacer; el error es la maldita facultad del ser humano, que nos recuerda que somos eso, seres humanos. Después de un momento, James se detuvo, metió su mano en el bolsillo derecho y tomó el celular. Eso haría, eso sería su solución, burda, impersonal y desesperada. La llamaría por el celular y le pediría perdón, le diría que ella tenía toda la razón. Mientras lo sacaba de su obscuro escondite, James se imaginaba como besaba (y más) a su novia, en símbolo de reconciliación; poniéndonos en serio, se estaba mintiendo a sí mismo para olvidar que lo contrario a su sueño era una opción. Llevó el pequeño aparato a su cara, estaba apagado, le pareció extraño, él siempre lo llevaba encendido. “No hay nada de qué preocuparse”, pensaba reafirmándose que todo iría bien… mintiéndose nuevamente.

Presionó el botón de encendido, el celular se prendió sin problemas. Rápidamente marcó la clave de seguridad, de repente la infernal señal se mostraba ante sus ojos: “Batería baja”. Aspiro fuertemente, sus ojos se abrieron en sorpresa. La velocidad era lo necesario. Buscó el número de Caroline, pero su fútil intento de velocidad le entorpecía las manos y marcaba números equivocados, el maldito mensaje de la batería mostraba el poco tiempo que a James le quedaba para realizar esa llamada que salvaría (supuestamente, virtualmente, teóricamente) su preciada relación. Al fin, el número de Caroline había sido marcado, solo era necesario apretar el pequeño botón de “llamar”. James estaba tranquilo, sentía que había ganado la carrera contra el tiempo. Se llevo el teléfono al oído, repicó el tono una vez, dos veces, tres veces… “bip bip bip” empezó a sonar el celular. Su batería estaba por darse por vencida, no estaba del lado de James esta vez. “Bip bip bip” sonó con más rapidez.

“¿Aló?”, sonó la voz de Caroline, con felicidad James saltó alto, “¿Por qué me llamás pedazo de im…”

James levanto una ceja, ¿qué habrá pasado? ¿Por qué habrá dejado de hablar? Se preguntaba. El teléfono había dado su último respiro. Su potencia fue suficiente solamente para entregar la mitad de un posible insulto indecoroso lanzado con el propósito de enojarlo más.

Estuvo ahí de pie por lo menos quince minutos. Viendo esa pequeña máquina electrónica sin vida. Parecía que lloraría por el simple hecho de que se había quedado sin baterías. Echó su cabeza hacia atrás, preparado para gritar fuertemente; no lo hizo, se dio cuenta de que había mucha gente a su alrededor, le dio vergüenza. Empezó a caminar, viendo la pantalla vacía y sin gracia del celular. Caminaba sin rumbo alguno.

Increíble esta sociedad, todo se ha vuelto tan privado que se olvida que podemos compartir ciertas cositas que el gobierno nos da, cositas que nos hacen la vida menos complicada ¿no?. Una de ellas el teléfono público, una cosita que nos ayuda cuando no tenemos baterías en nuestros privados celulares, para nuestras privadas vidas, para compartir con otras personas privadas… y públicas (somos privados en carne y hueso y públicas en versión electrónica)… perdón no puedo evitar esto, estudio una ciencia social… volvamos a la historia, James.

James, recordó el metálico, sucio y escupido regalito del gobierno. Corrió con todas sus fuerzas por toda la universidad tratando de encontrar uno que lo sacara de este predicamento sentimental. Resulta que gracias a lo privado de los celulares, lo público empezó a desaparecer, solo hay tres frente a la biblioteca y James estaba muy lejos de ellos, en realidad no sabía de su existencia. Gran carrera llegó a dar, maratónica velocidad. Cuando los encontró, su cara se llenó de felicidad, sentía como la mentira del “todo estará bien” lo invadía.

Tomó el recibidor del primer teléfono, buscó tono, pero nunca lo escucho, posiblemente estaba dañado. Levantó el segundo, gran gorgojo goteaba de éste. Levantó el tercero, limpio y con señal. Estaba preparado para marcar esos números. Ese era nuevamente su plan, llamar, pedir perdón, reconciliarse; eso era lo que escuchaba varias veces en una constante repetición. Su dedo, empezó a acercarse al ocho.

Bueno, no avanzó más. Ese dedo no se movió de ahí por mucho tiempo. No sabía que números marcar, James no se sabía de memoria el teléfono de su novia, confiaba con extrema fe y religiosidad en su pequeño celular que guardaría de manera fiel y secreta los hermosos números de su hermosa amada, pero esta vez tanto secreto le falló en su intento de recobrar algo que perdía poco a poco.

Pero, ¿qué haría ahora? Su mirada estaba perdida en los nueve números y los dos símbolos del teléfono, esas piezas de metal chino eran ahora una barrera insuperable; no, era su memoria la barrera, esas piezas eran el símbolo de su idiotez en marcha. Decidió después de unos minutos marcar a información (ven, idiotez en marcha).

“Buenas, le habla Miguel”, le contesto la voz del desconocido de distinto nombre.

“Buenas”, le respondió James con nerviosismo y apuro; sus palabras no salían de buena gana, “eh, si buenas… eh por favor con el teléfono de mi novia, digo, de Caroline Franco… no suave, Caroline Fransick; sí Fransick.”

“¿Con compañías Franciscanas?”, pregunto con aparente somnolencia.

“¡No!”, grito con fuerzas James, “con el de mi novia… no, con el de Caroline Fransick”
“De acuerdo, pero ¿es una compañía, empresa o restaurante?”

“¡No!”, James estaba desesperándose, “es mi maldita novia, mi puta novia, me pelee con ella y ahora quiero pedirle perdón. Me cago en usted imbécil sin cerebro, incompetente de mierda…. Cualquier cosa amo a mi novia”. Bueno, por lo menos se disculpó ¿no? Hace que sus sentimientos hacía su próxima ex-novia no se escuchen tan severos.

“Lo siento mucho señor”, la obvia noticia era entregada al destinatario, de forma casual y tranquila, “pero no podemos otorgar información de particulares, políticas de empresa.”

James mientras escuchaba la terrible noticia, soltó el teléfono. Éste cayó libremente y con fuerza golpeándose varias veces en la carcasa de acero del teléfono. Se alejó con lentitud y torpeza de los públicos. Camino bastante antes de que su siguiente idea se apareciera al frente suyo. La tarjeta del celular, si lo ponía en otro podría buscar el número de teléfono de su amada… tal vez, debería cambiar esa denominación, vimos como expresa maravillas poéticas con un toque de cotidianeidad de la preciada mujer.

Intento buscar a sus amigos por toda la universidad, no los encontraba, el tiempo apremiaba en la circunstancia en la que se encontraba este caballero desmitificado (joven sin esperanzas). No tenía salida, tendría que recurrir al último recurso, ninguno de sus compañeros apareció con la magia de la noche. Utilizó la herramienta, el “disculpe, vengo ante usted en una posición de humillación y humildad al pedirle ante Dios que me preste su celular. No se lo robaré, pues no soy de la calle, ni vengo de una mala familia, solo soy un joven desesperado en búsqueda del gran amor, de la media naranja que todos buscamos.”

Muchos le rechazaron su propuesta, su cuerpo hincado y sus falsas lágrimas. Pero una mujer, una de tantas tuvo un corazón débil para no resistir tal espectáculo de un payaso inmiscuido en una situación terrible y mortificante. Con agilidad esta vez, tomó los celulares e intercambio el chip. Buscó en contactos el número y como si fuera un tesoro perdido por años, celebró al encontrarlo. Lo marco, presionó el botón de llamado, pero la mano de la muchacha se interpuso entre su oreja y el aparato.

“Un momento”, decía de manera cínica y con una sonrisa, “¿qué está haciendo? Yo se lo preste para que buscara el número, no para que me gastara plata.” Se lo arrebato con un movimiento rápido, apunto el número en un papel y se lo entrego sin cortesía.

“Gracias”, le respondió con una bellísima cara de enojo y de “me cago en vos, care…”. Perdón, nuevamente les menciono que al decir estas palabras nos desviamos de un suceso común que no es importante, pero aun así, que vale la pena contar.

Sin detenerse ante nada, James corrió hacia los públicos y tomó nuevamente el tercero. Algo había pasado, pues no encontraba señal. Tocó los números con animal locura, golpeo el teléfono, pero no sonaba el repique. Siguió el cable aluminado con la mirada, estaba suelto. Al haberlo soltado de esa manera en su primera visita, provocó que el teléfono se soltara un poco y los golpes que provocó el vaivén del mismo, daño las partes internas.

“Me cago en el maldito imbécil televisor, siempre requemando mis neuronas”, murmuró con enojo. Miro con duda el segundo teléfono, ese servía, pero el hermoso escupitajo seguía chorreando, amarillo contra la luz artificial del farol. ¿Qué habría comido esa persona? ¿Papas de sabores? Tomó con desprecio el recibidor, empezó a acercarlo a su oreja, pero un extraño olor salió de él. Ganas de vomitar estremecieron su cuerpo. No pudo sostenerlo más, lo volvió a colgar.

Levanto la mirada por encima de los teléfonos, y vio una mina de oro. La Calle, con su gran cantidad de bares, fotocopiadoras, bares con fotocopiadoras, con su común denominador; montañas de basura y olor, insectos rastrero y líquidos de extraña procedencia, papel higiénico con manchas de todo color, entre otras cosas desagradables para el desagradable ser humano. Odiamos nuestros desechos, pero amamos el desecho en la calle, le da el toque urbano. James se adentró en esta jungla de mierda y camino por sus calles, buscando algo que no mencione antes, el café internet (posiblemente con bar incorporado).

Entró al más barato e inició sesión. Le escribiría un correo a su novia, sin percatarse que ella lo podría leer demasiado tarde o que simplemente lo borraría. El amor nos hace imbéciles, no pensamos bien, solo esperamos el fin, el medio y climax son secciones de la película que no nos interesa. La vida para James no era vivirla, solo terminarla.

Entró al correo, escribió la dirección y la clave. Estaba en su bandeja de entrada y empezó a leer los chistes y mensajes que había recibido… ¿Qué? Pero ¿cómo es posible? Se preguntarán. Él ciertamente amaba a su novia, el correo podía esperar, el amor puede ponerse en espera por un par de chistes machistas y uno sobre unos niños de tres años teniendo sexo. Cuando su memoria se reactivo del progresivo retraso mental que sufría, empezó a escribir sus bellos sentimientos como si fuera todo un poeta callejero.

“Mi amor,
Después de haber discutido tan fervientemente sobre ese terrible tema que nos separó hoy, que nos arrancó el corazón a ambos y los cortó de sus fuentes vitales, cada uno de nosotros es esa fuente vital (¿Para qué explica este simplón símil?), reflexione sobre todos los hechos y…”

Perdió la inspiración. No sabía que escribir. Veía el reloj constantemente, entre más tiempo perdía más se sentía lejos de Caroline. De pronto, La Calle se iluminó con un gran reflejo, fue un relámpago, seguido del ruidoso trueno. James miró por la ventana y vio como uno a uno los comercios quedaban a obscuras. Volvió a lo suyo y empezó perder la razón. Escribió con velocidad sin ver las tonterías que escribía. Las tinieblas estaban cerca y no había tiempo de pensar.

Había terminado la pseudocarta de amor lacrimoso. Solo debía colocar el puntero en “enviar”. Pero fue muy lento. Apenas puso su mano en el ratón, la corriente había desaparecido y James quedo frente a la pantalla negra de la computadora y a obscuras.

El silencio que se da después de un apagón tranquiliza ¿no creen? Yo en lo personal me pongo a pensar en lo estático de los cuerpos. El tiempo no funciona cuando se va la luz, el ser humano tampoco. Nuestros cuerpos en constante putrefacción pierden el ritmo y la lentitud se vuelve su compañera. Nuestros cerebros no saben divertirse ya con la obscuridad, por eso nos juegan bromas y el miedo nos invade. En esa posición vemos a James, viendo esa pantalla fría, donde sus sentimientos fueron puestos en crudo con símiles y metáforas (que parecían ser escritas por un infante), las cuales se esfumaron. El miedo lo invadió, su cerebro en obscuridad se volvió en una telaraña de paranoia, sentía como su corazón unido como siamés con el de Caroline era separado fuertemente con intento de dejar lastimosas cicatrices.

Se levanto y salió del café internet. Camino sin rumbo por las aceras atiborradas de basura y personas. Camino despacio y pesado mientras su mente intentaba descubrir que otra opción se le podría presentar para cumplir su desesperado cometido que durante toda esa tarde le habría desperdiciado su valioso tiempo que pudo utilizar en su casa estudiando (¡Vamos! ¿Cómo va a estudiar un muchacho que es tan bruto como éste? Los más inteligentes ya habrían desistido y se hubieran olvidado de la maldita novia).

Mientras chocaba con las personas que caminaban por la acera y escuchar uno que otro insulto (bien merecido), James pensaba en su amor pronto a estar perdido. Salió de la calle infecta de ratas y volvió a terreno universitario. Se sentó en el parque y vio como dos perros jugueteaban, pensaba en lo gracioso que sería tirarlos a la fuente o corretearlos; esos animales absorbieron toda su concentración. Simples zaguates hacían jugarretas en su mente, piruetas difuminadas en un ambiente de concreto, iluminados por un farol (la electricidad había vuelto y nuevamente los edificios en pudrición histórica de la universidad brillaban nuevamente). Uno mordía al otro, se echaban encima, se volvían a morder (¿quién era Caroline para alguien que la olvida por dos caninos? ¿Quién era esa mujer que le había hecho la vida imposible a James? ¿Cómo era su voz? ¿Cómo eran sus ojos? Este incompetente con déficit atencional perderá a la que, estoy seguro querido lector, nunca amó).

Me contaron estando un día mientras disfrutaba el sol en el llamado “pretil” universitario, cómo James era indigno de ser el novio de Caroline. Esa persona que hablaba mal de aquel muchacho que no encontraba solución a un problema simple y cotidiano (problema que le mostraba como un mequetrefe pronto a ser denominado como el terrible representante de la escoria que es el humano), me decía que solamente buscaba dinero, y Caroline era su opción para ello. Ella se volvió solo una cosa para él, un objeto, la utilizaba para sus preciados deseos: dinero y sexo. No se sentía solo, no era su preocupación, el hijo de puta, ni la quería. Cuando decía que la amaba, no era a ella, sino lo que le representaba. Mejor dejo de comentar esta conversación que tuve hace tanto tiempo, si sigo terminare más molesto de lo que me encuentro en este momento.

Bueno, después de haber dejado escapar veinte largos minutos realizando la incomprensible tarea de ver dos animales hacer nada, James tuvo la necesidad de ver la hora. Levanto su muñeca y entró en razón. Faltaba un minuto para que el bus de Caroline dejara atrás las instalaciones de la universidad. Se levantó y corrió a gran velocidad, su banco estaba escapando en una carcacha. La divisó pasando justo frente a él. Corrió con todas sus fuerzas hasta colocarse a un costado del vehículo, golpeo fuertemente la puerta. Gritaba a todo pulmón el nombre de Caroline; mientras el chofer le hacía señas que no había asientos disponibles, se tendría que ir de pie (el bus estaba a desbordándose, cómo les agrada a estos estúpidos llenarlos ¿será que es una competencia? Entre más lleno, más hombre). James no encontraba respuesta a sus alaridos, por lo que apretó el paso, pasó al autobús y se detuvo al frente del mismo. Con un chillonazo y frenando bruscamente el bus quedo quieto a poco centímetros de la cara de James. El chofer abrió la puerta y James entró sin cuidado, llamó a Caroline, pero nadie respondía. El chofer se levanto de su asiento.

“Muchacho,” dijo pacientemente, “me pasó las barras, ahora usted me va a tener que pagar.”

“Estoy buscando a Caroline, “le respondió James con apuro, “¿la conoce? Es…”

“Mire,” interrumpió el chofer, “no me interesa a quien busca, me debe los mil cuatrocientos cincuenta del pasaje porque usted me paso las barras.”

“¿Mil cuatrocientos cincuenta? ¿A dónde se dirige el bus?”

“San Morim”

Sí, puede sonar cliché y muy conocido, se subió al bus que no era. Cuando lo vio y empezó a correr, vio que era muy parecido a los que usa la compañía de los buses en los que viaja Caroline, pero parece que James no le funcionaba el cerebro entonces. No recordaba que una compañía de automóviles hace más de una pieza por modelo.

Desilusionado y con dolor, saco su billetera, no tenía dinero suficiente para pagarle al chofer. Subió la mirada y lo vio con ojos tristes. Eso no le gusto al chofer. Lo tomó de la camiseta y lo sacó con un empujón, cayendo de bruces sobre el asfalto; mala pasada se llevo su cara. Se levantó sin esperanzas, mecánicamente y con dolor. Volvió a ver la hora, el bus Caroline ya se habría ido para entonces.

Camino nuevamente al pequeño parque de la universidad, iba a la biblioteca a limpiarse. Adiós al dinero y al delicioso sexo; ambos regalos en los que su vida se basaba. Entró sin ser notado y fue directo al baño, pero en su camino se encontró con una sorpresa. Si cara desfiguraba mostraba asombro. Caroline se encontraba sentada frente al recibidor, ella trabajaba en la biblioteca ese día y James lo había olvidado. Se acercó.

“¡James!” exclamo Caroline entre dientes, “¿qué putas hace aquí? ¿qué le paso en su cara? ¿Por qué no me deja en paz? Ya no hay nada que discutir, creo que lo dejó bien claro al colgar de esa manera el teléfono.”

“¡No!” grito James, “eso fue otra cosa, al celular se le gastó la batería. Por favor Caroline, déjeme explicar, no se imagina todo lo que he hecho esta tarde para poder contactarme con usted. Yo la amo con todo mi corazón y se me da el tiempo le cuento.”

Era evidente que Caroline le daba asco aquella masa que estaba al frente suyo. Quería divertirse con él, hacerlo sufrir. Quería verlo suplicar, por lo que le concedió el tiempo que pedía. James le contó toda su travesía, todas sus estupideces, como el destino le engañaba y le dejaba en una peor situación. Le demostraba su esencia humana, la imperfección y crudeza de estos cuerpos abominables. Las pobres decisiones y la humillación. Algo en esta mala y novelesca historia, simplona y que a usted lector no le ha dado nada en que pensar, hizo que Caroline reflexionara sobre el “sacrificio” que hizo James por intentar mantener la relación a flote.

“James, querido,” dijo Caroline soltando una que otra lágrima, “yo pensaba otra cosa de usted. Al escuchar lo que hizo y las consecuencias de sus acciones, me ha demostrado…”

James, ya no la veía a los ojos. Perdió su concentración. Su mirada se perdía en uno de los pasillos de la biblioteca, entre unos estantes. Ya no pensaba en Caroline. Justo como sucedió al ver los perros juguetear, James estaba inmerso en otro pensamiento. Caroline le llamaba la atención, se enojaba más por cada segundo que pasaba. Ella giro su cabeza y siguió la mirada de James. Estaba viendo otra presa, otra cartera con piernas, otra vagina que le complacería en todo lo que quisiera. Maldita quien lo parió, James; maldito el día en que sus padres se conocieron y decidieron procrear esa bestia.

Él veía a Sharona, su excompañera de apartamento. Ya se habían conocido íntimamente y ella le había dicho que quería llevar la relación a algo serio, pero hace una año ella se había ido a Francia. Caroline se molestó mucho, lo pude ver, sus ojos estaban rojos, lágrimas brotaban de manera desagradable, los gritos se escuchaban por toda la biblioteca. Cerró su mano y con un veloz golpe le dio un puñetazo en una de las heridas que James tenía en la cara. Esa mierda humana cayó al suelo y lloró del dolor. Caroline lo pateo varias veces y se fue. Sharona asustada, reconoció a James y corrió a ayudarlo. Se miraron a los ojos, fue la escena más cursi que había presenciado en mi vida. La promesa se cumpliría, la relación estaría en un nivel más serio.

Bueno, lector, no sé porque les cuento esto. Tal vez mi enojo me obliga a hacerlo, liberar esa presión que me está matando en la mente ¿me entienden? Después del suceso en la biblioteca me encontré con Caroline y como amigo le intente consolar, ahí ella se desahogó y me hablo sobre lo que sucedió en esa tarde. Esa historia me mantuvo tenso por mucho tiempo, aún cuando empecé a recordar la conversación que mencioné, porque fue el mismo James quien la presidió. Ya me siento mejor ahora que pude contarle a alguien, se que ustedes no les hará desvelarse por la noche, pues no conocen a Caroline y a James. Me sorprende como las personas consideran cualquier cosa como una buena historia. Gracias por haber leído estos trazos inútiles.

Fin