jueves, 18 de febrero de 2010

El obscuro 2000

“Son dos mil quinientos”, me decía Álvaro, mientras pasábamos frente al deteriorado cine y veíamos el pequeño cartelito en la sucia ventana de la boletería. Seguimos nuestro camino por la acera y decidimos darle una vuelta a la cuadra, darnos ánimo para entrar a semejante lugar. El pequeño trayecto de cuatrocientos metros se acortaba cada vez más y en nuestras cabezas, el interior de aquella sala de proyección se formaba y se amoldaba como plasticina, según lo que creíamos que iba a ser ese obscuro y castigado mundo.

Preparados estábamos, tomaríamos la oportunidad que veíamos cada vez más cercana. Ya no había nada más que perder, en una mente que no piensa y que actúa solamente, lo único que peligra es la vida, pero en este caso sabía que saldríamos salvos y sanos, pero sucios. Ya no nos importaban las miradas que juzgaban, ya no nos importaría aquellas personas que con paciencia esperaban el autobús frente a un edificio que provoca miradas indiferentes y preguntas de niños, sin responder.

Con cierta velocidad ingresamos, en un segundo fuimos cubiertos por escudos sucios que indican donde iniciaba la lujuria y donde terminaba. Entrada, salida. Fuimos dos inexpertos, dos extranjeros en un mundo donde nadie se conoce y no quiere ser conocido. Al pagar la alta tarifa y presenciar el antiguo lobby, donde alguna vez una mujer entró sin miedo, sin protección, atravesamos las polvorientas y pesadas cortinas que nos permitiría ver cómo se desarrollaría una nueva experiencia, accionada por la humana curiosidad.

Esto no es así. Como dos ratones ciegos nos encontrábamos en terreno prohibido. Obscuridad absoluta. Un miedo empezó a cultivarse en mi ser. ¿Qué se hace?¿Cómo hago? Encontrarnos contra una sala donde la penetrante negrura, provocada por la ausencia de luz, nos dejó atónitos. Abrí el celular intentando ver lo que tenía en frente, pero fue un intento fútil para que mis ojos volvieran a ver. Voltee la mirada a mi derecha y apareció una enorme figura blanca, era un hombre, parecía asustado, por un momento pensé que había sido desconcentrado, pero mi propia mente tuvo la amabilidad en detener este tren del pensamiento. Con nerviosismo susurre el nombre de Álvaro, hasta que di con él. En ese instante de asombro, nuestros modelos mentales se desmoronaban.

Allá al frente, unas cuantas líneas de asientos se iluminaban con una luz débil y difuminada. Era la pantalla, una tela blanca con un gran parchón amarillento. Era donde se proyectaba las escenas de un filme que jamás sería comentado por los grandes críticos de los medios de comunicación, una película que solamente se encontraría nuevamente en los recuerdos de los pocos asistentes de la tarde. Una a una, con intermedios, se daban escenas de un amor inexistente y sin ataduras, mostrando simbólicamente el poderío del hombre sobre la mujer.

Ahí me encontraba con Álvaro, en nuestros torcidos y rotos asientos, mientras nuestros ojos se acostumbraban y volvían a ver esa horrible y caliente habitación. Mi opción era no pensar, pero me era inevitable, mis sentidos se agudizaron y todo a mi alrededor me parecía desagradable, putrefacto. El olor a cigarrillo de los expertos, la sensación de tener a los espectadores cerca, la humana masa negra de la cuarta fila, el constante brillo de los encendedores y el sonido invariable de las actrices. Me abrumaban con fuerte intensidad. Lo único que me quedaba era ver a mis alrededores y distraerme, tarea que tenía sus desagradables sorpresas. Mi mirada revoloteaba por la habitación, por las latas del techo, por las filas de asientos mal centrados, por las paredes de tela. Pero nuevamente mis ojos se centraban en el movimiento en dos sentidos de carnes griegas que no se expresaban en ningún sentimiento, solo placer pagado. Decidí ver el piso, una curiosidad por historias ya escuchadas me hicieron abrir nuevamente mi celular y dejar escapar su luz, lo pase de derecha a izquierda por mis pies. Levante la vista rápidamente y con un sonido le afirme a Álvaro que mi descubrimiento no era uno que deseaba ver otra vez.
Imagen tras imagen, la película era lo mismo, pero no para los espectadores experimentados y sedientos de una relación carnal con ellos mismos. El aburrimiento se sentía entre los dos extranjeros, por lo que decidimos irnos. Mientras esperábamos el intermedio que daría descanso a los pensamientos groseros de aquellos solitarios hombres, una canción electrónica inundó nuestra fila. “Aló, si…” contestaba el teléfono uno de los visitantes. Era risible ver aquel señor intentando tener una conversación seria en un lugar como ese, el sonido de gemidos era fuerte y persistente, y él ni se inmutaba.

La Salida. Intermedio por fin, nos levantamos ágilmente y nos dirigimos nuevamente a las pesadas y sucias cortinas, en nuestro trayecto, observamos nuevos clientes llevando a cabo su proceso de aclimatación, herramienta para ambientar la vista ansiosa por darse el gustito de ver a dos desconocidos, conociéndose sin conocerse. Nadie aquí existe para el otro, eso lo asegura la obscuridad, la individualidad del individuo es el placer de placeres en una industria que explota el placer de dos: el espectador y el actor (ambos masculinos).

Volvimos a ver el sol. De ahí se debe de salir rápido y sin expresar emociones, o eso pienso yo, ninguno de los testigos tiene que darse cuenta de que uno estuvo allí, aunque lo vieron salir del lujurioso local. Con nuestra ruta de escape preparada, cruzamos el lobby y dimos con la calle. Unos metros después, risas nerviosas y críticas a un mundo ahora experimentado con desagrado, eran nuestra reacción para volver a un mundo que habíamos dejado por lo underground en el sentido etario, tal parece. Nuevamente en la luz de la sociedad hipócritamente asexual me sentí seguro y limpio. ¿En qué sentido lo estaré diciendo? Pero esta experiencia nos dejó ahora una historia que será parte de reuniones sociales, donde nuestros amigos nos acusarán de depravados y nos tacharán de puercos, antes de preguntarnos con curiosidad disimulada por todo lo que pudimos ver.

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